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SEMANA DE ORACIÓN Y REAVIVAMIENTO ESPIRITUAL EQUILIBRIO ENTRE LA FE Y LAS OBRAS Por: Javier Mejía Director de Mayordomía, DIA
A lo largo de la historia de la comprensión del tema de la salvación, los conceptos de la fe y las obras han estado en el centro del debate teológico. Como si fueran dos extremos, el péndulo ha oscilado entre uno y el otro, cuando en lugar de verse como extremos son más bien las dos caras de una misma moneda y uno no desplaza al otro. Esto significa que ambos componentes son indispensables en la vida cristiana. Ambos deben estar presentes en el estilo de vida de todo hijo de Dios. Si se adolece de fe, el peligro es mortal, y si se adolece de obras, el peligro es igual de mortal. Si no hay fe, pende una condenación de muerte, y si no hay obras, la misma condenación es un hecho.
A nuestro cristianismo común le es fácil reconocer el estado de condenación de una persona que no tiene fe, pues sabemos que “en realidad, sin fe es imposible agradar a Dios” (Heb. 11:6). Pero lo que escapa del campo visual de un cristianismo común es que si la persona dice que tiene fe pero no tiene obras, está en el mismo estado de condenación que la persona que no tiene fe. No hay ninguna diferencia entre alguien que no es miembro de iglesia y vive sin fe en el mundo, y alguien que sí es miembro de iglesia y vive sin obras en el mismo mundo. En ambos casos se está perdido. ¿Cómo entender el correcto balance entre la fe que salva y las obras sin las cuales nadie se salva?
La justificación por la fe y las obras
A Martín Lutero lo conocemos como el campeón de la reforma protestante, porque hizo emerger el papel de la fe que salva desde el fondo del pozo donde estaba sepultada por el desmedido énfasis en las obras como medio de salvación. Pero con el tiempo el énfasis fue puesto solo en la fe, y entonces se desconoció el papel de las obras como parte de la vida del que ha sido justificado por la fe. “Hay muchos en el mundo cristiano que sostienen que todo lo que se necesita para la salvación es tener fe; las obras no significan nada, la fe es lo único esencial. Pero la Palabra de Dios nos dice que la fe sola, sin obras, es muerta” (Reavivamiento, p. 47). Nuestro gran problema es la tendencia natural en nosotros de querer apropiarnos de la justicia por la fe en Cristo, haciendo a un lado las buenas obras de la vida práctica en Cristo. Si aceptamos que en el proceso de la salvación del creyente, la fe es la parte legal y teórica que lo declara justo delante de Dios, y que las buenas obras son la parte práctica de dicho proceso, junto con esto debemos reconocer que en el mejor de los casos entendemos y aceptamos la teoría de este proceso, pues en esta fase nuestro papel es totalmente pasivo, pero también debemos reconocer que en la fase práctica del proceso, que demanda de nosotros un papel activo, nuestra actitud sigue siendo la misma de la primera fase: pasividad total; y esto equivale a estar muertos. En el fondo de esta conducta existe una actitud de desobediencia a la santa ley de Dios que nos manda a obrar. “Muchos rehúsan obedecer los mandamientos de dios, mas hacen hincapié en la fe. Empero la fe debe tener un fundamento. Todas las promesas de Dios son condicionales. Si hacemos su voluntad, si caminamos en la verdad, entonces podemos pedir lo que queramos, y nos será dado. Cuanto tratamos fervorosamente de ser obedientes, Dios escucha nuestra peticiones; pero Él no nos bendecirá si estamos en desobediencia. Si escogemos desobedecer sus mandamientos, podemos gritar “fe, fe, solamente tenga fe”, y la respuesta vendrá de la segura Palabra de Dios: “La fe sin obras es muerta” (Santiago 2:20)” (Reavivamiento, p. 479).
Así pues, fe y obras, los dos elementos de la experiencia cristiana aludidos, por ser parte de un todo al sumarse, en lugar de ser partes aisladas, son complementarias e interdependientes entre sí. Santiago 2:17 establece esta complementariedad e interdependencia diciendo: “Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma. Pero alguno dirá: Tú tienes fe, y yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras”.
La ley y la gracia
Relacionamos la gracia con la fe y las obras con la ley. Estos dos conceptos, ley y gracia, son otra forma de abordar el tema de la fe y las obras. Marción, un influyente líder del cristianismo en sus primeros siglos, llegó a rechazar no solo la ley de Dios sino incluso al Dios del Antiguo Testamento, en su afán de hacer énfasis solo en el Dios de la gracia, que en su criterio es el Dios que se manifiesta en el Nuevo Testamento. Abundan versiones modernas de ese tipo de cristianismo falso. Estos cristianos desconocen que “para tener los beneficios de la gracia de Dios, debemos hacer nuestra parte; debemos trabajar fielmente y producir frutos dignos de arrepentimiento” (Reavivamiento, p. 48). Lo dicho hasta aquí indica que cuando dejamos de ver el tema de la justificación por la fe en forma panorámica y enfocamos mejor el lente para ver más a fondo, hallamos que la salvación ciertamente es gratuita, pero que en lugar de excluir la conducta y el comportamiento cristianos, que se traducen en buenas obras como resultado de la obediencia a la ley de Dios, más bien esas buenas obras son evidencia de la genuinidad de una fe que agradecida reconoce su estado de salvación tan solo por gracia, por regalo o don de Dios. Precisamente es con este argumento que el apóstol Pablo concluye el capítulo 3 de Romanos: “¿Luego por la fe invalidamos la ley? En ninguna manera, sino que confirmamos la ley” (vers. 31). Esto mismo ya lo había aclarado en Romanos 2:13 al afirmar que “no son los oidores de la ley los justos ante Dios, sino los hacedores de la ley serán justificados”.
Pablo, Santiago y las obras
El significado de fe y obras que era tan claro en la creencia y práctica del apóstol Pablo, era también la enseñanza y estilo de vida de Santiago. Lo había aprendido por precepto, por enseñanza; pero como hermano de Jesús que fue, tuvo la oportunidad de aprenderlo viéndolo encarnado en el ejemplo y práctica del estilo de vida del Señor, e imitando su ejemplo, finalmente lo aprendió ofreciendo su propia vida como laboratorio en el que se probara la efectividad de la parte práctica de la vida cristiana. El resultado de estas profundas convicciones personales vividas en la experiencia propia, fue el desarrollo de una teología de la relación entre la fe y las obras, que con propiedad podemos afirmar que es la más explícita en todo el Nuevo Testamento.
Veamos dos de sus irrebatibles argumentos. El primero lo hace en forma de pregunta retórica: “¿De qué aprovecha si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle?” (Stg. 2:14). La pregunta es retórica porque su respuesta es elemental: es un no rotundo. Ese tipo de fe, que se limita a lo teórico, a nivel de precepto nada más, pero que no tiene nada de práctica, nada de obras, no puede salvar a nadie. ¿De qué aprovecha si alguno tiene este tipo de fe? De nada. ¿Puede este tipo de fe producir la salvación de pecador? No, en absoluto. Por lo tanto, una fe así de improductiva, que no da frutos, en lugar de salvar y dar vida produce muerte. Como había dicho Santiago en 2:17, es una fe “muerta en sí misma”.
El segundo argumento es una afirmación, la cual resulta de la conclusión a la cual llega después de analizar la fe y las obras de Abraham que le valieron su justificación. La ilustración que Santiago usa para aclarar su argumento inicia en 2:20, en donde se dirige a aquellos que recibieron el beneficio de la justificación sin darle importancia a las obras y aun así creer que están justificados delante de Dios. Al tal que así piensa, Santiago le dice: “¡Qué tonto eres! ¿Quieres convencerte de que la fe sin obras es estéril?”, y acto seguido cita entonces el caso de Abraham. Lo hace iniciando con una pregunta: “¿No fue declarado justo nuestro padre Abraham por lo que hizo cuando ofreció sobre el altar a su hijo Isaac?” (vers. 21). Observemos en el pasaje la relación justificación por la fe y obras, y como se afectan la una sobre la otra. Después que Santiago logró atraer nuestra atención a esta relación, habiéndola confirmado, él mismo la afirma diciéndon0s: “Ya lo ves: Su fe y sus obras actuaban conjuntamente, y su fe llegó a la perfección por las obras que hizo” (vers. 22). Luego, en el versículo 23 expresa su conclusión respecto de esta relación entre justificación por fe y obras diciendo: “Así se cumplió la Escritura que dice: Le creyó Abraham a Dios, y esto se le tomó en cuenta como justicia”. Es decir, el acto de fe de Abraham, de creerle a Dios, fue lo que se le tomó en cuenta para ser declarado justo; pero este acto de fe, de creerle a Dios, por parte de Abraham, estaba refrendado por la acción del patriarca de total disposición a ofrecer en sacrificio a su único hijo Isaac, una acción y práctica de fe con la que estaba demostrando su total confianza y dependencia de Dios. Entonces, alcanzada esta comprensión, Santiago concluye presentando el segundo argumento aludido: “Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe” (Santiago 2:24).
En ambos pasajes Santiago establece la combinación fe y obras, como condición indispensable para la salvación. En el segundo pasaje, como ya explicamos, “las obras” que de Abraham se citan para mostrar que su fe se evidenció a través de esas obras, fue su acto de ofrecer a su hijo Isaac en sacrificio sobre el altar. Ahora, este acto de fe puesta en práctica, por supuesto que no fue el único en la vida de Abraham. Claro que las obras de Abraham fueron mucho más que estas, sus actos de fe puesta en práctica tuvieron que haber sido su estilo de vida, pero Santiago cita el acto de estar dispuesto a sacrificar a Isaac, por lo extraordinario que fue, comparado con sus muchas otras acciones de fe, como la de salir de su tierra y de su parentela sin saber a dónde iba, por ejemplo.
La vida espiritual y las obras
El Espíritu de profecía hace una extraordinaria relación entre el desarrollo de la vida espiritual y las obras. Veamos la siguiente cita: “El Espíritu de verdad y luz nos vivificará y renovará mediante sus misteriosas operaciones; porque todo nuestro progreso espiritual proviene de Dios, no de nosotros mismos. El obrero verdadero tendrá el poder divino en su ayuda, pero el indolente no será sostenido por el Espíritu de Dios” (Reavivamiento, p. 48, 49). Esto significa que el ocuparse y esforzarse en aquellas prácticas que desarrollan la vida espiritual es un requisito para que el Espíritu vivifique y renueve la vida del creyente. Solo de esa manera el poder divino vendrá a renovarlo.
No poner en práctica los ejercicios espirituales como la oración y el estudio de las Escrituras es indolencia, y puesto que no se hacen esfuerzos denodados en esta dirección, la fe del creyente es débil; en palabras de Santiago, muerta. Tomando como base lo que el apóstol Pablo dice en 2 Tesalonicenses 3:10, de que “si alguno no quiere trabajar, tampoco como”, Elena de White explica que “la misma regla se aplica a nuestra nutrición espiritual; si alguno ha de tener el pan de vida eterna, que haga esfuerzos para obtenerlo” (Reavivamiento, p. 50).
Conclusión
No puede haber constancia ni fortalecimiento de la fe que salva, si no se hacen decididos esfuerzos por desarrollarla mediante el ejercicio de las prácticas devocionales. Sencillamente es un asunto de vida o muerte. El que no obra, su fe está muerta. El tal puede decir que tiene fe, pero no hay obras que la respalden. Si aplicamos el principio a la vida espiritual, nos hallamos con la sorpresa de que la fe del que no cultiva el hábito de orar y de estudiar la Biblia diariamente es una fe muerta. No hay vida en ella. Una fe así sencillamente no puede producir salvación.
El asunto es de lo más delicado. Ya no solo se trata de una discusión teológica entre las obras de la ley y la fe, entre la ley y la gracia, sino de un asunto de vida o muerte. Si la fe se aviva mediante la oración y el estudio de la Palabra, no hacerlo equivale a matarla. La llama es débil, mortecina. Pero cuando oramos y estudiamos, entonces la llama se aviva; hay vida. Aviva tu fe, mediante la obra de la oración y el estudio de la Palabra. Descargar .doc Fuente
Pensamiento de hoy
- Elena G. White
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